lunes, 29 de diciembre de 2008

cApitulo 7


Una oscura figura salió del hospital cubierta por las sombras de la noche. Aún en la lóbrega bruma y desde cierta distancia, era claro para el observador casual que se trataba de un hombre caminando decididamente con trote apurado y nervioso. Si el observador hubiese sido un poco más preciso se hubiera podido dar cuenta de que el hombre era alto y se movía con paso arrogante, cargado de un claro aire de disgusto en cada zancada. Un observador perceptivo incluso hubiera podido notar que el rostro del hombre era presa de una pena profunda y el testigo excepcionalmente sagaz hubiese visto un centelleo de furia en las profundidades de sus ojos.

El hombre, que no era otro que el mismo Terri, se movía con energía hacia el camión estacionado a unos cuantos metros y en un solo impulso de su cuerpo abrió la puerta de la cabina, saltó al asiento del conductor y encendió el motor, conduciendo el camión lejos de aquel lugar tan rápido como era posible, como si el viento helado que soplaba sobre su rostro pudiera borrar la agitación de su alma.

El camión devoró las calles a gran velocidad mientras el conductor en la cabina, musitaba una lista increíblemente rica de insultos e improperios dirigidos a toda la raza francesa, la cual le parecía en aquellos momentos la más despreciable de todas. La cara del hombre que acababa de conocer apareció en su mente arañando su orgullo británico hasta los tuétanos. En ese momento se sintió absolutamente seguro de que la rivalidad histórica entre Francia y la Gran Bretaña era la cosa más lógica del mundo, ya que nadie podría tener una buena amistad con esos aborrecibles vecinos, quienes tenían la audacia de mirar a las mujeres anglosajonas con una adoración tan profunda.



¡Un francés! – repitió él - ¡De entre todos los hombres del mundo! ¿Qué no podía ella haberse encontrado otro hombre en los Estados Unidos?

A pesar de sus embravecidos movimientos los rastros de dolor y furia ganaban terreno en su corazón mientras el camión recorría la ciudad y al final esos mismos sentimientos incontrolables le hicieron detenerse en Quai de Célestins, justo en frente del puente Marie (Quai de Célestins es una sección del boulevard sobre el río Sena, la famosa iglesia de Notre Dame puede avistarse fácilmente desde ese punto)

El joven inclinó su cuerpo sobre el volante mostrando claras señales de gran cansancio. Enterró su rostro en sus brazos y así permaneció en absoluto silencio por un rato. Cuando de nuevo levantó la frente, las huellas de un par de lágrimas gruesas podían distinguirse sobre sus mejillas bronceadas.

Se reclinó sobre el asiento y suspirando en frustración terminó abriendo la puerta para encarar la brisa gélida que barría al ancestral río. Se apeó y dirigió hacia el puente, sentándose con aire triste en el barandal de piedra, mirando al negro horizonte sobre Notre Dame. Mil pensamientos revoloteaban en su mente, hundiendo sus garras sobre viejas heridas que nunca habían sanado.





¿Cómo continúo con esta existencia lamentable? ¿ Por qué mi corazón no puede detener sus latidos cuando tiene que soportar semejante amargura? Ha sido una inmensa y oscura noche . . . desde aquella noche. ¡Cuán miserable puede hacer a un hombre una sola de sus decisiones! Dos vidas que viviese no me bastarían para expiar mi culpa.

Después de aquel momento todo ha sido un infierno. Me quedé con Susana por un breve instante, no sé realmente cuánto, tan nublada estaba mi mente entonces. Recuerdo que cuando finalmente llegué a casa era pasada la media noche. No encendí las luces porque no importaba ya cuántas flamas pudiesen encenderse a mi alrededor, yo estaba seguro de que permanecería en tinieblas. Me senté en la silla en que ella había estado, imaginando que estaba aun conmigo. . . Si todo hubiese salido como yo lo había planeado meses antes, ella hubiese estado ahí, a mi lado . . .

Pero parece que esas cosas no pueden sucederle a un hombre como yo. Estoy condenado desde el día de mi concepción a ser un alma solitaria.

Recuerdo la calidez de mis propias lágrimas reclamando mis mejillas, invadiéndome con su sabor salado. Grité, sollocé, di de golpes y patadas a los muebles, inclusive traté de quemar las cartas que ella me había escrito, pero una vez que hube arrojado al fuego la primera de ellas corrí enseguida a rescatarla de las hambrientas llamas. Había renunciado a su amor pero no iba abnegar de su memoria. Al menos eso era mío todavía.

Esa resolución de mi corazón, totalmente opuesta a las más razonables medidas que mi mente dictaba, seguramente hizo las cosas más difíciles con Susana los días que siguieron. Cada vez que estaba con ella solamente podía pensar en aquella que mi corazón amaba . . .aquella que amo y siempre amaré.

Todo en Susana parecía deslucido y escueto frente a las deslumbrantes memorias que yo atesoraba. Las sonrisas de Susana eran tímidas, las de ella eran siempre brillantes y francas; la conversación de Susana era suave y calmada, la de ella era vivaz y chispeante; la belleza de Susana era dulce como una mañana quieta pero no me hacía temblar ni de amor . . .ni de pasión, la de ella . . . .su belleza es embriagante. Todavía continuo teniendo esos sueños atrevidos en los cuales la hago mía, solamente para despertarme sumido en una mayor frustración.

Fue durante una noche, después de uno de esos sueños que siempre terminan en pesadillas, que empecé a beber. Al principio el alcohol disminuía el dolor por efímeros instantes; más tarde, solamente incrementó mi miseria. Desafortunadamente, para entonces yo ya no pude detenerme.

Fue entonces cuando dejé Nueva York. Cuando fui a ver a Susana antes de mi partida, quería decirle que no podía cumplir con mi promesa de matrimonio, pero cuando me encontré frente a ella no fui capaz de confesarle lo que mi corazón calló de nuevo. Le mentí y me mentí a mí mismo una vez más. Solamente le dije que saldría en un largo viaje y ella ni siquiera me preguntó cuánto tiempo estaría lejos. Me dio una de sus miradas afligidas y llenas de adoración pero sonrió estoicamente a pesar del dolor que era obvio en sus ojos. Sus palabras fueron suficientes como para incrementar mi culpabilidad de un modo que no pude borrar: “ Te esperaré”, había dicho ella sin darse cuenta cómo esa simple afirmación me lastimaría la conciencia a lo largo de los día de mi hundimiento.

¡Cuánto vagué!¡Qué bajo caí! Siempre que hago memoria de esos días que pasé dejándome ir en mis más oscuras sombras, me siento terriblemente avergonzado. Veo mi infierno personal en el cual yo era víctima y victimario y me doy asco. Me hundí y me hundí muy profundamente hasta que toqué el fondo de mi propio abismo.

¿Qué había pasado con mis sueños? ¿Mi arte? ¿La pujante energía que me había hecho dejar Inglaterra lleno de esperanzas y planes? ¿Qué había pasado con la cálida dulzura que mi mente y alma experimentaban al recitar las maravillosas líneas de Shakespeare? ¿Eran sus versos menos sublimes que antes? ¿Habían perdido su brillo? Todo parecía sin sentido, infructuoso, sombrío . . . ¿Descollar en las tablas? ¿Para qué? ¿Mantenerme virtuoso? No había caso. . .

Alcancé el extremo en el cual no me reconocía a mi mismo, trabajando en un indecente teatro ambulante, alternando con actores de quinta, recitando mis parlamentos sin sentirlos realmente.¿Cómo podía fingir los sentimientos de otros cuando los propios gritaban tan alto dentro de mi en dolor puro? La pena de verme separado para siempre de aquella persona que mi alma anhelaba era demasiado fuerte como para dejar espacio a cualquier otra clase de sentimientos, fingidos o reales.

Fue entonces cuando tuve la visión. Habíamos llegado a Chicago unos días antes. Dentro, mis entrañas se estremecían de pensar que estaba en la misma ciudad en que ella vivía. Cuando por primera vez pisé la estación no pude evitar el recordar el día en que tratamos desesperadamente de vernos sin éxito. Si hubiese logrado verla aquella noche podría ahora tener algo más que el recuerdo de un par de besos. . . . pero está bien así porque no creo merecer ni siquiera las memorias que ya tengo. ¿Cómo podría vivir si hubiese sido honrado con más? Si las almas de los condenados en el infierno pudiesen ver la gloria del cielo, su tomento sería aun peor al descender de nuevo al fuego eterno.

Sentirme tan cerca y tan lejos de ella me hacía más miserable. Tuve la tentación de verla, hablarle . . .¿Pero cómo podía yo hacer tal cosa? No hubiese podido soportar la pena de que ella me viese así . . .tan vil y vergonzante. Si ella guardaba alguna memoria de mi yo quería que ese recuerdo se mantuviese limpio y digno.

Estas consideraciones mantuvieron mi espíritu tan decaído que bebí aun más durante esos días. Quería dormir, dormir eternamente . . .y nunca más despertar . . . Pero cuando se duerme siempre hay la posibilidad de tener sueños, y yo tuve el mío.

Estaba en el escenario, nunca olvidaré cómo fue, mis líneas se habían perdido en el olvido, mi voz flaqueaba, la actriz a mi lado balbuceaba sin sentido y yo no podía entender sus palabras debido a mi borrachera, al tiempo que la multitud abucheaba mi lamentable actuación. Entonces, entre el gentío burlón a mi alrededor . . . ¡Vi su rostro!

Por un segundo no pude ni moverme, pensar o respirar. Ella estaba ahí ¡Mi ángel dorado con pecas! ¡Mi corazón se detuvo ante la luminosidad de su belleza entre el lugar ensombrecido! ¿De qué estas hecha que tu sola presencia ilumina mi corazón pesadamente cargado en tan sólo un segundo? ¿ Qué cuerda de mi alma tocas tan hábilmente que me haces llegar a mis alturas de este modo?

Como por arte de magia el alcohol se rindió ante mi voluntad y fui nuevamente yo mismo diciendo mis líneas del modo que merecían ser dichas ¡Volví a ser yo y ese sentimiento era absolutamente placentero! La muchedumbre debió haberlo sentido porque detuvo su rechifla y escuchó mis palabras sin poner atención a la pobreza del escenario, la mujer gorda y vieja que se suponía era mi compañera en escena o lo inapropiado de los trajes que vestíamos.

Cuando terminé mi parlamente el rudo público aplaudió y yo me incliné para agradecerle su reconocimiento. Cuando levanté mis ojos la busqué en la multitud, pero la visión había desaparecido. No así el efecto de su presencia. El entendimiento penetró en mi y pude ver la bajeza de mi caída bajo la luz que ella me había traído.

¿Qué era lo que estaba haciendo yo conmigo mismo? ¿Por qué ella me había lanzado una mirada tan intensa? ¿Era acaso desaprobación o tristeza? Cualquiera de las dos cosas, viniendo de ella, no las podía soportar. Sentí que la estaba haciendo sufrir con mi conducta, porque ella alguna vez me había amado, eso lo sabía, y seguramente se hubiese entristecido de verme en aquella condición, o tal vez se sentiría avergonzada de mi. ¡Eso era aún peor!

Me miré en un espejo interior y me horroricé de mi propia imagen, porque había terminado siendo aun peor que mi padre, a quien despreciaba profundamente. “El amor no es amor cuando se mezcla con consideraciones enteramente extrañas a su objeto” Yo conocía aquellas líneas muy bien, desde los inicios de mi carrera, pero el conocimiento de las palabras de Shakespeare no me había servido de nada al tomar mis decisiones. Mi padre había traicionado ese principio cuando se había casado con una mujer que no amaba, y al hacerlo había labrado la miseria de mi infancia y condenado a mi madre a una soledad eterna, porque ella nunca se había casado o amado después de aquello. Yo había juzgado a mi padre en el pasado por todo esto, pero al final solamente había repetido sus mismos errores.

¿Había yo obrado mejor dejando ir a la mujer de mi vida y causándole pena? ¿O era acaso más noble hacer sufrir a Susana por causa de mi ausencia y mi silencio? No era más que un pusilánime miserable que no podía decidirse, atrapado en mi dilema entre la mujer que amaba y la mujer a la cual debía la vida. Lo que el honor me dictaba, mi corazón resistía y en esa batalla se consumía mi alma, sin que ninguna de las partes ganara o perdiese. No obstante, allá en Nueva York, aquella noche, yo me había decidido ¡Había escogido al deber sobre el amor! Por lo tanto no había probado ser mejor que el hombre al que odiaba profundamente. Yo había seguido sus mismas elecciones.

Había soñado con hacer feliz a Candy y solamente le había traído dolor, como si ella no hubiese tenido suficientes penas antes de conocerme. Tal vez Archibald estaba en lo correcto después de todo y debió haberme matado con sus puños en nuestros tiempos de colegio. Yo había sido tan idiota y lo peor es que no podía dar marcha atrás. Seis meses habían pasado desde nuestro rompimiento, pero me parecían como seis siglos. Era demasiado tiempo. Me dije que era ya demasiado tarde. Durante esos meses yo había trabajado dura y exitosamente para convertirme en un verdadero mentecato. . . No era el hombre que ella se merecía, ya no lo era.

Allá en el vacío teatro ambulante me senté sintiéndome terriblemente indigno. En ese momento la pesada carga de mis remordimientos me hizo decidirme por el deber y no por el amor. Si no podía merecer el amor de Candy, entonces al menos iba a dedicar mi vida a hacer feliz a Susana . . . De ese modo haría algo honorable con mi existencia sin sentido. Sin sentido porque tenía un corazón lleno de amor y pasión por alguien a quien nunca podría alcanzar.

Decidí comenzar desde el principio de nuevo, dejar mi pasado de lado, el cigarrillo y el alcohol jamás tocarían mis labios nuevamente. Al menos podría darme un poco de dignidad. Luego entonces, regresé a Nueva York, rogué al señor Hathaway que me diese una nueva oportunidad en su compañía y le pedí perdón a Susana. Conseguí ambas cosas fácilmente.

Sin importar mis esfuerzos, el amor grabado en mi corazón no desapareció con el inicio de mi nueva vida. Irónicamente, lo que sentía y aun siento por Candy solamente maduró en un amor más profundo, casi una obsesión contra la cual no podía luchar. Decidí que tenía que aprender a vivir con ese sentimiento del mismo modo que había hecho con mi alcoholismo, aceptándolo e inhibiendo mis impulsos naturales. Por lo tanto., solamente disfracé mi amor por Candy y comencé a representar el más grande de los papeles que he encarnado jamás.

Como si mi ausencia de los escenarios hubiese sido una bien planeada estratagema comercial para promover mi popularidad, las cosas comenzaron a ir sorprendentemente bien. El teatro siempre estaba repleto cada noche que yo actuaba, llovían nuevos contratos para trabajar en todo el país y el Sr. Hathaway estaba más que complacido con los excelentes beneficios que estábamos obteniendo. Nos atrevimos a experimentar con diferentes tipos de obras y probamos con algunas piezas de Oscar Wilde y George Bernard Shaw. Aquello fue un éxito arrollador.

La emoción de cada nuevo papel consumía la mayor parte de mi tiempo y energías y dividía las que me quedaban entre Susana y el nuevo proyecto que inicié por aquellos días: la construcción de la casa donde Susana y yo viviríamos cuando nos casáramos el siguiente año como habíamos decidido.

Llevando el juego de una doble vida, una vez más; una fachada social por un lado, la imagen del Grandchester público, y por el otro lado el verdadero yo que escondía de todos; invertí mi dinero y esfuerzos en crear un lugar que sería el refugio secreto de mis sentimientos ocultos. Un lugar que llené con rastros del breve paso de ella por mi vida, sabiendo bien que esos constantes recordatorios de mi amor frustrado no me serían de ninguna ayuda para sanar mi corazón roto, pero algo en mi se rehusaba a olvidarla y necesitaba alimentarse de su memoria para aliviar el dolor de la inmensa pérdida. Fue durante esos días que empecé a escribir.

Al principio fue solamente una clase de liberación pero con el tiempo se convirtió en un hábito que disfrutaba y la idea de escribir una obra inspirada en la mujer que amaba asaltó mi mente inesperadamente. Comencé el proyecto trabajando durante mis largas noches de insomnio, las cuales plagaban mi vida, pero pronto el asunto ocupó todas mis fuerzas. Durante esas noches solitarias usualmente dividía mi tiempo entre mis diálogos y cartas interminables llenas de añoranza y amor vehemente dirigidas a la mujer, quien, yo sabía, nunca leería mis misivas.

En esta charada mi vida continuó por casi un año. No había alcanzado la felicidad, eso sabía yo estaba fuera de mi alcance. Mi relación con Susana era estable y los planes para nuestra boda estaban ya en marcha. Por supuesto, di mi mejor esfuerzo para pasar mi tiempo con ella porque estaba seguro de que era mi deber compensarla después de todo lo que había hecho por mi, pero cada vez que estaba a solas con ella mi mente no cesaba de recriminarme por las incontrolables reacciones de rechazo que sentía mi corazón.

El asunto físico era la peor parte. Aun un simple toque de nuestras manos parecía quemarme la piel en repugnancia. Por lo tanto evitaba incrementar la intimidad más allá de los que era socialmente aceptado y resultaba muy conveniente para mi que nuestra sociedad fuese lo suficientemente eufemista como para condenar casi cualquier clase de cercanía física entre una pareja comprometida en matrimonio. Las veces que un casto beso en la frente era prácticamente un obligado protocolo yo podía sentir cómo Susana se estremecía bajo mi toque y me sentía aun más culpable por mi incapacidad de corresponder su amor. Para mis adentros, le tenía pavor al día en que tendría que enfrentar mis deberes de esposo.

Sin embargo, tal día nunca llegaría. Para fines de 1915 durante los fríos días de diciembre la salud de Susana empezó a decaer. Un repentino e inexplicable desmayo empezó la historia de su adiós a la vida. Se tornó débil y perdió interés en casi todo, siempre rodeada de doctores quienes no podían explicarse la causa de su asombroso y rápido deterioro físico. A los médicos les tomó casi tres meses comprender la naturaleza de su mal, pero tal descubrimiento no resultó ser una noticia alentadora. Susana tenía leucemia, así que estaba condenada a morir tarde o temprano y la ciencia médica no podía hacer nada por evitarlo. Solamente teníamos que esperar la llegada del día fatal.

La madre de Susana decidió que solamente ella y yo compartiríamos el secreto de la inminente muerte de su hija, así pues ambos nos enfrascamos en cuidar de Susana durante sus largas estancias en el hospital siempre que ella necesitaba otra transfusión para sobrellevar su creciente pérdida de células sanguíneas. Conforme pasaba el tiempo la pobre muchacha sufrió el continuo asalto de una larga lista de infecciones debido al deterioro de su sangre. La pobre Sra. Marlow se veía tan miserable que no tuve otra opción que entender su pena. Creo que la perdoné durante esos días, solamente de ver su inmenso dolor.

Mi vida estaba dividida entre el escenario y el hospital, largos días y largas noches de una existencia patética. Fue durante ese tiempo, cuando los problemas de salud de Susana empezaban a ocupar espacio en la prensa, que recibí las noticias que me apuñalaron con crueldad inmisericorde.

Había sido un día frío y arriba, en el cielo, unas nubes grises eran clara señal de la inminente tormenta. Llegué a casa muy tarde en la noche, después de una larga jornada en el hospital, seguida de un ensayo general fatigante, justo la noche antes de una premier. Al día siguiente yo interpretaría Hamlet por primera vez y la expectativa era grande, tanto entre los críticos como entre el público. La gente decía que ese papel lograría mi consagración como el actor teatral joven más importante del país.

Para entonces ya estaba viviendo en la casa que había planeado y había contratado a algunos personas para ocuparse de su cuidado. De modo que cuando llegué esa noche, Edward, el mayordomo, estaba esperándome con una cena ligera y el correo del día. Casualmente miré a una pequeña pila de cartas y cuentas sobre el escritorio de mi estudio y un gran sobre amarillo sin remitente ni sello postal llamó mi atención. Lo abrí para encontrar una nota escrita a máquina que decía con lacónicas palabras:





Querido Sr. Grandchester:

Creo mi deber el informarle acerca del evento que pronto tendrá lugar en Chicago. Como usted mismo podrá ver con sus propios ojos, no tiene caso vivir en el pasado.

Atentamente

Unos viejos amigos.





Totalmente desorientado pero inmediatamente preocupado por la mención de Chicago, hundí mi mano en el sobre para encontrar otro pedazo de papel. Era algo que hizo que mis ojos se hinchasen de gozo y pena al mismo tiempo. Era una nota de periódico con una foto que llamó mi atención enseguida. Era ella, elegantemente vestida y apeándose de un carruaje. Un hombre cuya cara no era visible en la foto le ofrecía una mano para ayudarla a bajar.

Solamente fijé la mirada a la foto por un rato sin mirar al encabezado. Mis ojos devoraron con ansiedad cada línea del rostro en la foto. Ella estaba simple e increíblemente hermosa y me pregunté cómo podía realizar la fabulosa maravilla de reunir la belleza con la nobleza de espíritu que tanto amo en ella .. . “¿Podría tener la hermosura mejor comercio que con la honestidad?” . . . Entonces mis ojos se tropezaron con el mensaje en el encabezado estrellando contra mi alma aquellas palabras crueles y matando lo que quedaba de mi pobre corazón.



“La Señorita Candice White Andley, una de las herederas más importantes en el país anunciará pronto su compromiso con distinguido millonario de Chicago”



Los latidos de mi corazón se paralizaron por un momento que me pareció interminable. Las palabras que había leído laceraron mi alma con una estocada dolorosa antes de que realmente pudiera comprender lo que implicaba su significado. Cuando la embestida finalmente alcanzó el fondo de mi corazón perdí el control y ataqué cada objeto que mis manos encontraban en su camino.

Como un loco empujé y di de patadas a cualquier cosa que encontré al paso en mi camino hacia la recámara. El ruido de los muebles cayéndose y los cristales rompiéndose junto con mis gritos debió haber asustado a mis sirvientes horriblemente, porque los cuatro aparecieron en la sala encontrando a su desquiciado patrón vociferando palabras incomprensibles de traición y abandono. Edward y el jardinero trataron de detenerme mientras la mujer de la limpieza y la cocinera me miraban con ojos horrorizados.

Cuando finalmente lograron hacerme desistir de mi arrebatamiento destructivo me quedé ahí, paralizado por los dos hombres, sin poder entender ni una sola de sus palabras. Recuerdo que después de un rato empecé a sentir la necesidad urgente de llenar mi cuerpo con alcohol y hubiese seguido a mis demonios si la visión que había tenido en Chicago no se hubiese aparecido en mi cabeza. Dándome cuenta del gran peligro que corría, le pedí a mi mayordomo que me encerrara en la recámara y que no abriese el cuarto hasta el día siguiente, a la hora en que tendría que dejar la casa para ir al teatro.

El jardinero y el mayordomo, pasmados por mi petición y también temerosos de que en mi estado de perturbación me lastimase, dudaron por un momento, pero como insistí finalmente obedecieron a mi petición y me dejaron a solas en la habitación.

Una vez ahí continué, con mi ataque embravecido hasta que mis brazos estaban cansados de tirar los objetos a mi alrededor y mis lágrimas encontraron su camino fuera de mis ojos. Caí en el piso al tiempo que en mi cabeza giraban mil argumentos y contra-argumentos. Por un lado me sentía traicionado y ofendido al tiempo que una larga lista de reproches me venían a la mente: ¿ Cómo había podido ella olvidarse tan pronto de mi? ¿ Acaso yo había significado tan poco que había encontrado un reemplazo tan fácilmente? ¿Amaba ella a ese hombre? ¿ Lo amaba tanto como me había amado a mi . . . o tal vez aun más? ¿Podría ser posible que yo me hubiese convertido en solamente un mal recuerdo de su pasado?¿Pensaría ella en mi cuando se encontrase en los brazos de aquel hombre? ¿¿Cómo se había ella atrevido a hacerme esto a mi!!

Por otra parte los mismos reproches, con un efecto de boomerang, me golpeaban con igual fuerza mientras me daba cuenta que al único que se podía culpar era a mi. ¿Esperaba que ella se convirtiese en una solterona solamente porque había roto conmigo? ¿No era ella hermosa? ¿No era ella digna? ¿ Qué derecho tenía yo para condenarla por encontrar un nuevo amor cuando yo mismo estaba planeando mi boda con otra mujer? ¿ Qué no había sido yo quien había perdido el coraje para luchar por el amor que alguna vez habíamos compartido? ¿Cómo podía culparla por ser feliz? ¿Qué no había sido ese mi deseo?

Nunca antes los celos habían sido tan ponzoñosos y atormentadores . Desde entonces mis pesadillas estarían plagadas por la pavorosa imagen de la mujer que amaba en los brazos de alguien más. Si yo merecía algún tipo de castigo por mis errores ése era uno muy apropiado, porque nada pudo haber sido más doloroso. Una parte de mi murió esa noche.

La noche siguiente un golpeteo desesperado en mi puerta me hizo abrirla después de casi 20 horas de completo aislamiento. Cuando vi la cara de quien estaba tocando a mi cuarto con tanta insistencia reconocí las preocupadas facciones de mi madre. Los sirvientes, aún confundidos por mi comportamiento incomprensible la noche anterior, la habían llamado. Ella debió haber esperado algo diferente porque cuando vio que yo ya estaba listo y vestido con un frac, su rostro reflejó sorpresa. Su alarma se incrementó cuando vio el terrible desorden que yo tenían en el cuarto y aun cuando sabía que no me gusta ser cuestionado, se atrevió a preguntarme qué era lo que había pasado. Yo la miré fríamente y solamente le dije que no quería hablar de ello, lo que realmente contaba era que el show debía continuar.

Y efectivamente continuó, y continuó con éxito. Las palabras de Hamlet no pudieron haber sido más apropiadas como lo fueron aquella noche, porque más que nunca antes, yo deseaba cortar mi vida por mi propia mano pero sabía bien que tenía que escoger la vida para cumplir mi misión, justo como el Príncipe de Dinamarca resolvió su problema entre la vida y la muerte. “Jamás el dolor había sido representado mejor” dijeron los críticos al día siguiente refiriéndose a mi actuación, ignoraban que mi trabajo no había tenido mérito siendo que solamente había dejado a mis propios sentimientos revelar su amargura mientras decía mis líneas.

Había prometido que cuidaría de Susana hasta el fin y eso hice a pesar de las congojas internas que guardaba. Conforme el tiempo pasaba las estancias de Susana en el hospital se hacían más largas y más difíciles. Caía en profundos periodos de depresión y solamente mi presencia podía disminuir su sufrimiento. Su agonía fue lenta y dolorosa, perdió peso y su belleza se desvaneció como esas pinturas de Da Vinci que el tiempo no ha perdonado. Presenciar el fin de una vida que pudo haber sido feliz y productiva era un penoso proceso que me hizo aun más miserable y oscuro.

La memoria de la noche en que ella murió me perseguirá siempre con su penetrante tristeza. Había estado con ella toda la tarde porque era el Día de Acción de Gracias y no tuve que trabajar. Ella había estado enferma por casi un año para entonces y los doctores nos habían dicho a su madre y a mi que el fin estaba cerca. A diferencia de los días anteriores Susana había estado excepcionalmente animada e inclusive se había aventurado a hacer algunos nuevos planes para nuestra boda, una ceremonia que había sido pospuesta tantas veces a causa de su salud y que, yo ya sabía entonces, nunca tendría lugar.

Susana me sostuvo la mano en silencio durante horas. Su rostro pálido marcado por círculos oscuros debajo de sus ojos, alguna vez bellos y luminosos, tenía una expresión tranquila, la cual yo podía notar aun en medio de las sombras de la noche. Entonces, de repente, abrió los ojos llenos de miedo. Me miró y con voz débil trató de decirme algo que me fue difícil entender. Aproximé mi oído a sus labios y en un suave murmullo escuché sus últimas palabras



Antes de que me vaya – me dijo – quiero recibir tu perdón.

La miré con ojos confundidos porque en aquel momento no entendía por qué tendría ella que pedirme tal cosa. Seguramente leyó mi confusión y se apresuró a explicar.



Te causé penas – dijo con lágrimas en los ojos – Necesito tu perdón antes de enfrentar a Aquel que juzgará mis actos.

Volvió la cabeza y apuntó a la mesa de noche cerca de su cama.



Hay una carta para ti adentro – añadió y pude ver una sombra mortal cruzando sus iris azules – léela cuando me haya ido, pero ahora dime que me perdonas. Lo necesito.

No hay nada que perdonar – dije bajando los ojos.

Lo hay – insistió ella – y tú lo sabes bien.





Sus ojos me veían tan resueltos y francos que entendí que tenía razón.

Te perdono – le dije finalmente y justo después de que había pronunciado esas palabras ella cerró sus ojos y expiró, dejando tras de sí solamente un cuerpo frágil, mutilado y sin vida que su madre y yo enterramos en la más profunda de las tristezas.

Dos días después de sus funerales leí la carta y descubrí el infierno personal en que ella había vivido durante meses. Leí la carta una sola vez, pero sus palabras se adhirieron a mi mente y todavía permanecen ahí.





Mi amado Terri:

¿Cómo expresar en palabras mi profunda gratitud por tu infinita bondad? ¿ Cómo pongo en el papel la gran vergüenza y culpabilidad en que mora mi alma por el dolor que te he causado? Porque sé bien que solamente te ha traído tristezas. Y ese conocimiento me condena con mayor fuerza.

Ahora que mi muerte está cercana y veo que el día de mi juicio viene pronto, necesito confesar mis pecados delante de aquel a quien ofendí. Mis faltas son graves porque las cometí sabiendo que estaba haciendo mal, pero no tuve el coraje para detenerme y corregir mi destino.

Sé que no me amabas cuando decidiste casarte conmigo la vez primera y también sé bien que yo estaba lastimando a una tercera persona al tiempo que te lastimaba. Pero me mantuve reteniéndote, mi amor dejó de ser amor y se convirtió en una obsesión egoísta que no me deja liberarte de las promesas que nunca debiste de haber hecho.

Cuando volviste a mi después de tu larga ausencia me mentí a mi misma tratando de convencerme de que habías finalmente aprendido a amarme. En esa mentira viví por algún tiempo hasta que un movimiento en falso me reveló la verdad que me rehusaba a ver.

Una noche mientras trabajabas decidí pasar por la casa que habías comprado recientemente para nosotros, para echarle un vistazo por primera vez. Ayudada por el mayordomo revisé cada cuarto en la casa hasta alcanzar uno que estaba cerrado con llave. Entonces, Edward me dijo que era tu estudio y que habías dado órdenes estrictas de mantenerlo bajo llave en tu ausencia. A pesar de tu indicación yo insistí en ver el lugar hasta que finalmente me salí con la mía convenciendo a tu amable sirviente, quien me dejó a solas en el cuarto para que yo pudiese revisarlo a mis anchas. Si no hubiese hecho eso, no estuviera ahora escribiéndote esta carta.

Sintiendo un inmenso placer al estar en tu lugar más íntimo miré hacia tu escritorio y descubrí una pila de papeles que nunca debí haber leído. Ellos me devolvieron a la realidad de la más cruel de las formas. Aquellas páginas estaban escritas en un estilo apasionado que nunca me imaginé tuvieras, cada palabra estaba llena con ferviente cariño hacia alguien que no era yo. A través de esas páginas comprendí muchas cosas, interpreté los mil detalles que llenaban tu casa con la memoria de ella y comprendí que tu amor por ella nunca moriría. En la historia de rivalidad que ella y yo compartimos, terminé siendo la real perdedora; porque, puede que yo te tenga a mi lado, pero ella se llevó consigo tu corazón a un lugar que no puedo alcanzar sin importar cuánto lo intente. Esa certeza ha sido mi más grande castigo porque los celos me han atormentado con lento y acrimonioso dolor desde entonces.

Aquella noche debí haber decidido liberarte de las promesas que habías hecho. Pero mi corazón cobarde se rehusó y el conocimiento que había adquirido en mi indiscreta intromisión en tu casa sirvió solamente para aumentar mi culpabilidad. Yo sabía, yo sabía lo que debía hacer, pero me negué a hacerlo. Ese es mi pecado, lo confieso. Ese es el pecado que no deja que mi alma encuentre paz.

Este pesar cargo, que pude haber hecho algo noble por ti, pero no moví un dedo para hacerlo. Aun ahora que escribo estas líneas no me atrevo a dejarte ir, sabiendo que mi egoísmo no es amor, pero simplemente no puedo, no podría, de forma alguna, encontrar las fuerzas que ella demostró cuando me volvió la espalda en aquella noche fría. Ella ha probado ser mejor mujer que yo. No me asombra que aun la sigas amando.

Por favor, te suplico, perdóname por mi falta de amor y exceso de egoísmo, perdóname y olvida el dolor que te causé.

Si estás leyendo estas líneas es porque ya he muerto. Por favor, Terri, haz mis errores menos perjudiciales y busca a la mujer que realmente amas ahora que el Señor te ha liberado de esa maldición que he sido yo para ti. Por favor, sé feliz con ella y perdona a esta mujer que no supo cómo amarte desinteresadamente.

Tuya,

Susana.



Cuando terminé leyendo aquellas líneas mi corazón estaba lleno de la más triste sensación de inutilidad. Después de todo, yo había fracasado en mi intento de hacerla feliz y ella había muerto en medio del dolor. Repentinamente parecía que mi sacrificio había sido en vano y ahora que ella se había ido, mi vida había perdido la dirección y el propósito. Me reí sardónicamente ante las súplicas de Susana para que yo encontrara la felicidad al lado de Candy. Quimérico, imposible sueño de una vida con la mujer que amaba, una mujer que entonces yo creí casada y prohibida para siempre.

Dos sueños había yo tenido en mis veinte años de vida y los dos había terminado siendo imposibles. Después de probar que era indigno e incapaz de hacer feliz a Candy, no había podido amar a la mujer que me había salvado la vida. Esta nueva revelación de mi fracaso seguramente me hubiese hecho hundirme en una nueva depresión si no fuese porque ese mismo día recibí una visita que me forzó a enfrentar una nueva prueba.

Todavía estaba en el estudio cuando Edward abrió la puerta con gesto temeroso. Él había trabajado para mi por más de un año y en ese tiempo había aprendido de la forma más dura a soportar mis repentinas explosiones de furia. El pobre hombre estaba todavía terriblemente asustado desde mi último arrebato un par de meses antes, y ya que yo le había dicho que no quería ser molestado por nadie, sin importar quién,



Disculpe, señor – susurró – Sé que usted me advirtió que no debía molestarlo pero, me temo que hay alguien esperándolo afuera que a usted realmente le gustaría ver.

Creo que debes tomar clases de inglés, ya que no pareces entender la lengua muy bien, Edward – dije burlonamente al tiempo que comenzaba a enojarme por su interrupción.

Hay un caballero afuera, señor – insistió – dice que está aquí de parte del padre de usted, quien se encuentra enfermo.

Mi primer impulso fue el de gritar “no tengo padre” mandando al mensajero de mi padre y a mi mayordomo al diablo, pero luego, una voz interior me detuvo a fuerza de dos argumentos. Me quedé inmóvil por un segundo luchando conmigo mismo.

Si mi padre, a pesar de todo su orgullo, estaba entonces mandándome un mensajero, después de cuatro años de silencio entre nosotros, ¿No debía, por lo menos, escuchar lo que tenía que decirme? ¿No era acaso mi padre, después de todo? Esas fueron las primeras preguntas que me evitaron otro desplante de arrogancia.

El segundo argumento estaba basado en mi propia culpabilidad. ¿ Estaba yo en posición para juzgar a este hombre, que era mi padre, cuando sabía que yo mismo no había probado ser mejor que él? Por lo tanto, después de rendirme ante mis propias consideraciones le dije a Edward que dejase entrar al visitante en mi estudio. Unos segundos después, un hombre alto, de mediana edad y elegantemente vestido entró al salón. Reconocí la corta melena rubia y los anteojos de oro que siempre habían sido parte de su atuendo. Era Marvin Stewart, el abogado de mi padre.



Es un placer volver a verle, mi Lord – dijo él ceremoniosamente.

No soy el “Lord” de nadie, hasta donde yo sé, Sr, Stewart – repliqué con una sonrisa burlona – pero de todos modos es bueno verle de nuevo. Mi nombre es Terrence y me gusta que me llamen así.

Siento mucho no poder complacerlo, pero no podría dirigirme a usted de otra forma, mi Lord – insistió.

Bueno, vayamos al grano – sugería encogiéndome de hombros – supongo que no está aquí por casualidad, por favor siéntese.

El hombre se sentó en una silla cercana y con mirada solemne empezó su explicación. Me dijo expresamente que mi padre estaba seriamente enfermo, de hecho los doctores no le daban más que un par de meses más de vida, tal vez menos. Aparentemente sus riñones no estaban trabajando bien. Cuando él se había enterado de su inminente muerte había querido verme por una última vez y, a pesar de las quejas de su esposa, había ordenado a Stewart venir a los Estados Unidos con el propósito de hacerme saber lo que pasaba. Mi padre esperaba que yo pudiese viajar a Inglaterra con Stewart.



Siento muchísimo traerle esta desafortunada noticia, especialmente ahora que usted está de luto por su prometida – terminó con el mismo acento formal.

Si Marvin Stewart me hubiese visitado un par de años antes cuando yo creía ser mejor hombre de lo que soy, probablemente lo hubiese mandado de regreso al Reino Unido sin una palabra de simpatía para Richard Grandchester, pero mis propios errores me habían hecho un poco menos altanero. Luego entonces, acepté la invitación de mi padre sin importar el peligroso viaje a Europa en esos días de guerra, cuando la marina alemana amenazaba el libre tránsito en el área.

El viaje a Londres, precisamente en esos días de invierno, era lo último que yo quería hacer. Sabía que la estación no iba a ser de ninguna ayuda al enfrentar las memorias que seguramente me asaltarían desde el principio de la jornada. El lujoso barco, las despedidas de los pasajeros en el muelle, la llegada a Southhampton, las calles en las que había caminado con ella, los viejos edificios con su apariencia severa, todo ese sentimiento de déjà vu, hizo el reencuentro con mi pasado aun más difícil y torturante.

Afortunadamente, mi madrastra y su hijos habían decidido dejar Londres por el tiempo que su suponía yo estaría ahí. Agradecí a Dios que le había concedido un poco de sentido común a la duquesa para evitarnos un encuentro bochornoso. Steward dijo que ella estaba tan molesta con la decisión de mi padre de enviarlo a buscarme que, una vez que la mujer se hubo dado cuenta de que no podía persuadir a su esposo, se había dicho finalmente que no se rebajaría a estar bajo el mismo techo que yo.

Cuando llegamos al palacete de mi padre yo me encontraba más inquieto de lo que nunca me hubiese imaginado. Me había empeñado tanto en convencerme de que Richard Grandchester me importaba un bledo, que era difícil aceptar que aun albergaba algún sentimiento diferente al odio hacia él. Cuando finalmente lo vi yaciendo en su lecho, pasmosamente delgado y pálido, su altanería y vigor ya perdidos, el brillo de sus ojos desvanecido, no pude evitar sentir una repentina tristeza. El hombre que mi madre había amado alguna vez estaba muriendo.



Lord Grandchester – dijo Stewart cuando entramos al aposento que aun conservaba el estilo renacentista con el mismo impecable orden – su hijo Terrence esta aquí.

Mi padre abrió sus ojos y trató de sentarse, pero como le faltaban las fuerzas un sirviente a su lado tuvo que ayudarle. Aguzó la mirada para distinguirme en la penumbra de la recámara y como se diera cuenta de que la luz no era suficiente ordenó a un segundo sirviente correr las cortinas. Cuando la luz de la tarde penetró la alcoba descubrí que mi padre había envejecido a un paso asombroso en los años anteriores. A pesar de ser un hombre en sus cuarentas parecía como si tuviese más de sesenta años.

Me miró al fin y pude ver cómo su rostro se transfiguraba tomando una expresión que yo no sabía que él pudiese adquirir.



Déjenme a solas con mi hijo – demandó y descubrí entonces que su voz aún tenía rastros de su característico desdén señorial.

Cuando todos, incluyendo a Stewart, no hubieron dejado solos, él me miró de nuevo. No me moví, sin saber realmente qué hacer o qué decir.



Ha pasado mucho tiempo, Terrence – comenzó él.

Ciertamente, señor – dije secamente.

Has crecido – continuó él con voz baja – debes tener veinte años ahora.

Pensé que usted no recordaría, señor – repliqué.

Recuerdo más cosas de las que puedes imaginar, hijo – añadió con una repentina luz en sus ojos – también oigo cosas. Sé que has tenido éxito en tu farándula. – dijo con un dejo de mofa en sus últimas palabras que comenzaron a encender mis viejos resentimientos.

No soy tan rico como usted, señor, pero vivo bien e independientemente. Lo que tengo es el fruto del trabajo de mis manos – repliqué orgullosamente dejando un aire de reproche en mi voz que él entendió claramente y que yo lamenté cuando vi sus ojos invadirse de tristeza.

Sé que no he sido un buen padre para ti, Terrence – dijo asestándome con su repentina sinceridad.

Bueno, no creo que yo pueda juzgar eso – murmuré bajando los ojos.

Has cambiado en algo – dijo mirándome, sorprendido de mi reacción – pero aun te pareces tanto a tu madre – hizo una pausa por un momento, como dudando - ¿Cómo . .. cómo está ella? – se atrevió finalmente a preguntar.



Entonces fue mi turno para sorprenderme. Yo pensaba que la última persona por la que mi padre preguntaría sería mi madre. Estaba seguro de que él la odiaba.



Ella está bien, gracias – contesté tan pronto como recobré mi aplomo – ella se encuentra de gira. Ahora debe estar en San Francisco.

Luego un grueso y pesado silencio reinó por unos instantes. Ninguno de los dos sabía qué debería seguir. Fue mi padre nuevamente quien rompió el silencio.



Me enteré de que estabas comprometido – dijo él casualmente, su voz era más débil.

Sí, es correcto, señor – respondí – pero ella murió haces unas semanas.



Mi padre arqueó su ceja izquierda en señal de sorpresa.



Siento mucho oír eso – dijo inclinando la cabeza.

Estoy bien, señor. Lo superaré – repliqué fríamente.



Mi fría respuesta sorprendió a mi padre un tanto, pero como él solía ser un hombre que sabía mantener sus emociones bajo control, de alguna manera entendió, o creyó haber entendido, mi aparente insensibilidad.



Siéntate Terrence – me invitó señalando una gran silla de madera con el escudo de armas de la familia grabado en el respaldo. – Mis energías se desvanecen y hay algunas cosas que debe decirte -. Concluyó él suspirando.

Aproximé la silla a la cama y encaré al hombre enterrado entre sábanas de seda azul oscuro.



Hijo – comenzó él – Te hice venir a Inglaterra . .. porque – hizo una pausa y pude darme cuenta de que le estaba costando trabajo expresar sus pensamientos en palabras – porque me doy cuenta de que nuestra relación nunca fue lo que debió haber sido, y . . .y me siento responsable por ello,- admitió bajando los ojos. Yo estaba asombrado ante sus palabras porque nunca me había imaginado que llegaría a vivir para escuchar a mi padre hablar de esa manera.

Cometí un error, Terrence – continuó con un suspiro – un error que he lamentado toda mi vida. Traicioné mis verdaderos sentimientos hacia tu madre al obedecer a los deseos de mi padre y mantener el honor de la familia. Lastimé a la única mujer que amé en toda mi vida y después añadí un error aun peor que el primero al arrebatarte de los brazos de tu madre. Nunca debí haber hecho eso.



A estas alturas una gruesa lágrima solitaria rodó por la mejilla de mi padre como clara prueba de sus verdaderos sentimientos, finalmente liberados después de años de inútil negación.



Yo . . .yo hice de ti un desdichado al traerte aquí – tartamudeó mi padre – tú eras un recordatorio diario de Eleanor, y en mis esfuerzos obsesionados por olvidarla traté de alejarte de mi. Yo . . . yo . . simplemente yo no sabía cómo tratar contigo . . . cuando cada uno de tus gestos me acusaba de mis acciones ilegítimas. Cada vez que te miraba alos ojos vía los ojos de ella y sencillamente no podía resistirlo. Por eso te mantuve lejos de mi, en el Colegio, por eso siempre me rehusé a demostrarte mi amor por ti . . . pero, pero yo te amaba, hijo . . . siempre te amé.

¡Padre! – fue lo único que logré decir.

Y lo peor de todo- continuó él con voz ronca – lo más estúpidamente trágico de todo es que . . . sin importar con cuánta fuerza lo intenté, cuánto me hundí en el trabajo, cuántas mujeres tuve, a cuántos lugares viajé, o cuántos placeres me procuré, yo nunca. . . nunca olvidé a tu madre . . . Solamente me engañé y ahora, cuando finalmente me doy cuenta de ello, ahora que podría tener el valor de reparar mis errores, ahora ya es demasiado tarde – terminó llorando en silencio. – Mi peor castigo es que nunca más veré a tu madre ni recibiré su perdón – continuó amargamente – Pero tú hijo, tu, . . ¿Podrías perdonarme? – me preguntó o más bien, me suplicó, algo que yo nunca soñé que Richard Grandchester pudiese hacer. ¿Qué iba yo a decirle a este hombre, al final de su vida, cuando yo, por mi parte, había caído en sus mismos errores?

Le perdono . . . padre – le contesté roncamente – no le juzgo, padre.

Gracias, Terri – me dijo con un tono aliviado, usando el diminutivo con el que solía llamarme cuando yo era un niño. Levanté mi brazo y nos sostuvimos las manos por un rato. Luego permanecimos en silencio por un momento interminable, por la primera vez en mi vida mi padre y yo estábamos en paz el uno con el otro y no había necesidad de palabras para sentirse cómodos.



El sol se puso en el horizonte mientras nosotros estábamos ahí y las sombras cubrieron la gran alcoba. El fuego bailando en la chimenea iluminaba el cuarto con tímidos reflejos. La respiración de mi padre se tornaba pesada y en el silencio de la tarde solamente la marcha de sus dañados pulmones podía ser escuchada. En ese momento una pregunta repentina irrumpió en mi mente.



Padre . . – dije rompiendo yo el silencio esa vez.

¿Sí? – dijo él cansadamente.

¿Por qué nunca trató de forzarme a regresar a Inglaterra . . . .quiero decir, usted podía haberlo hecho, yo solamente tenía dieciséis años entonces y estaba aún bajo su tutela.

Supongo que ella nunca te lo dijo – respondió mi padre con una enigmática sonrisa.

¿Ella?

Sí, tu colegiala, esa de la cual estabas tan enamorado.



Aquello era el colmo. Volví el rostro hacia el fuego sin poder ocultar mi consternación. Al final, todo en mi vida estaba reducido a un solo nombre.



Candy – dije en un susurro.

Sí, ese era el nombre- comentó mi padre – Sabes hijo, nunca he conocido a nadie más convincente que esa jovencita.

¿Cómo . . . la conociste? – le pregunté dudoso.

Bueno – dijo el viejo con voz aun más débil – cuando partiste fui al Colegio para hablar con la Rectora. . . .ella . . ella llamó a la chica . . .esta Candy. . . para preguntarle acerca de ti, porque la monja pensaba que Candy sabía dónde te habías ido.

Ella no sabía mucho –dije inmediatamente con la misma ansiedad que hubiese usado si hubiera sabido entonces que mi padre, de alguna forma, estaba implicando a Candy en nuestra disputa familiar.

Sí, ella no pudo decirme mucho sobre dónde estabas. . . pero . . . me habló tan insistentemente sobre dejarte libre . . .que yo . . . yo no sé. . .simplemente no pude resistir sus argumentos . . . Es increíble cuán persuasiva puede ser esa mujercita.

Después de los años, pienso que seguir el consejo de esa joven fue lo mejor que hice jamás – concluyó con una voz aún más débil.

¡Candy! – repetí distraído, perdido en mis propios recuerdos. A cada nuevo giro de mi destino siempre termino dándome cuenta de que las mejores cosas de mi vida siempre están relacionados contigo, Candice White.

¿Alguna vez . . .la volviste a ver? - mi padre se aventuró a preguntar. Tal vez mi expresión dejó entrever más de lo que yo deseaba.

Sí – dije sin poder esconder la melancolía.



Una vez más un largo silencio entre los dos reinó en la habitación. Las sombras de la noche se mezclaron con los destellos juguetones del hogar proyectando siluetas como fantasmas sobre las ancestrales paredes. Mi padre se quedó dormido y yo permanecí a su lado por horas hasta que ya no pude contarlas. Había visto en los ojos de mi padre la misma sombra mortal que Susana había tenido en el día de su muerte. De ese modo supe que el fin de mi padre estaba acercándose, y ya que nunca había estado cerca de él en vida, sentí la necesidad de permanecer con él en su muerte.

Después de un tiempo que me pareció increíblemente largo mi padre se despertó con una expresión de dolor en el rostro. A sus órdenes una verdadero escuadrón de doctores y enfermeras entraron a la alcoba en un intento inútil por retener la vida de un hombre quien ya había sido llamado por Dios. Estas personas solamente pudieron darle a mi padre medicamentos que le mantendrían dormido, calmantes para hacer sus últimas horas menos difíciles. Cuando ellos hubieron abandonado el cuarto dejándonos a mi padre y a mi solos, él dirigió sus ojos hacia mi con la más sincera de las miradas que jamás me dio.



Gracias, Terri . . . . por estar aquí – musitó – Me gustaría que tu vida fuese mejor de lo que fue la mía, hijo.

Yo estoy bien, papá – mentí.

Yo sé . . – tosió – sé que me estás mintiendo . . .porque nunca me llamas padre - sonrió tristemente y yo le correspondí sonriéndole. Después, su cara se puso seria y con gran dificultad añadió. – Hijo, no traiciones a tus propios sentimientos. Sigue a tu corazón, por favor . . . por el amor de Dios . . . no cometas el peor de mis pecados . . .no haber sido feliz nunca – entonces se detuvo por un breve instante, como si no estuviese seguro si debía continuar o no. Finalmente se decidió a decir las palabras que estaba reteniendo. Palabras que nunca olvidaré – Tú no me juzgas y por San Jorge, yo soy el último hombre sobre la tierra que puede juzgarte, hijo. . .pero es claro para mi que hay una pasión en tu corazón contra la cual tú . . .tú . .no puedes luchar . . . No lo hagas . . . sigue tu corazón . . .encuentra a tu colegiala – terminó rindiéndose al efecto de las drogas que lo forzaron a caer en un sueño que no tendría fin. Durante su sueño llamó a mi madre tres o cuatro veces y finalmente, cuando la aurora estaba rasgando el velo de la noche mi padre murió sosteniendo mi mano en un pacífico sueño. Nunca pude decirle que no podría encontrar a “mi colegiala” porque ella era ya de otro hombre. Al menos, eso era lo que estúpidamente creí entonces.



Después de la muerte de mi padre tuve que enfrentar el difícil proceso legal requerido por la división de su riqueza, responsabilidades políticas y privilegios aristocráticos. Si Stewart no hubiese sido el honorable y eficiente abogado que es yo no hubiese podido enfrentar los conflictos extremadamente complicados que siguieron. Me sorprendió descubrir que, aun cuando el principal título nobiliario de mi padre había sido heredado al mayor de mis medios-hermanos y la mayor parte de su fortuna había sido destinada a la duquesa y sus hijos, mi madre y yo habíamos sido considerados en el testamento. Es innecesario mencionar que la duquesa estaba más que molesta, pero mi padre había arreglado sus negocios de un modo que era imposible para ella comenzar un proceso legal para reclamar lo que mi padre había dejado para mi madre y para mi.

Fue entonces cuando de la noche a la mañana me encontré como el dueño de una modesta fortuna, el titulo de Conde, y el villa de Edimburgo, una propiedad que mi padre había insistido que yo heredara porque, cómo él había establecido terminantemente en su testamento, ése había sido el lugar en que yo había sido concebido y él había pensado que ese hecho me daba derechos naturales sobre la propiedad y la casa señorial. Mi primer impulso fue el de declinar esos privilegios y posesiones, pero Stewart me convenció de que debía conservarlos porque eso hubiese complacido a mi pare. El abogado me garantizó que no tendría que tomar parte en el Parlamento si no lo quería, el dinero podía ser transferido fácilmente a un banco en los Estados Unidos y yo podía conservar la residencia y las tierras bajo el cuidado del propio Stewart y usarla como casa de veraneo para vacaciones ocasionales. Todo parecía sonar muy atinado pero yo todavía luchaba un tanto contra la idea de conservar el villa. No estaba seguro de si podría enfrentar los recuerdos que esas paredes encerraban. Por esa razón, y antes de decidirme, viajé a Escocia con el propósito de probarme y ver si podía resistir un reencuentro con el pasado, pero también con la secreta intención de darme un poco de tiempo para pensar y reordenar mi vida tras la muerte de Susana. Esperaba que el antiguo edificio tuviese aun, encerrada entre sus grandes puertas de madera, un poco de la magia que Candy esparce dondequiera que va.

En aquellos días decidí que, ya que Susana había muerto y era imposible para mi estar con la mujer que realmente amo, yo jamás de casaría con nadie. En lugar de ello, tendría que buscar una nueva cruzada para darle sentido a mi vida, algo de lo que me pudiera sentir orgulloso de hacer. Después de esos días en Edimburgo decidí aceptar el regalo póstumo de mi padre y dejar la villa en manos de Stewart. La causa que estaba buscando estaba esperándome a mi retorno a América. Un par de meses después de la muerte de mi padre los Estados Unidos entraron a la guerra y sentí la necesidad de unirme al ejército en un romántico impulso que no sospeché entonces me llevaría a este reencuentro con Candy.

Entonces . . .tenía que verla de nuevo, tenía que confirmar que efectivamente ella ha abandonado la crisálida de su cuerpo infantil y se ha convertido en una mujer deslumbrante. Tenía que vivir con ella esta intimidad espiritual en esos breves segundos dentro del camión. Tenía que verla desmayada en mis brazos otra vez y probar el suave calor de su cuerpo inconsciente, tenía que descubrir que hubo una oportunidad de recobrar su amor pero que no me di cuenta hasta que ya fue muy tarde, que alguien había conseguido la forma de separarnos otra vez. Y finalmente, tenía que vivir para conocer al hombre quien puede tal vez tener el lugar que yo no supe apreciar. Ahora mis pesadillas tendrán un rostro y ni siquiera puedo permitirme odiarlo porque yo no he probado ser más digno.

¡Oh Candy, Candy . . . ! Pensé que el tiempo podría extinguir este fuego dentro de mi, pero conforme pasa los días solamente siento, cómo incrementan sus flamas sin encontrar el modo de controlar mi inquiero corazón. Pasan los años y no consigo verte como un dulce recuerdo de mi adolescencia, no puedo pensar en ti como en una amiga que no he visto en mucho tiempo. Aun ardo por ti como el primer día y aún más, pero esta flama consume mi corazón sin esperanzas. ¿Por qué, Candy, puedes tú decirme. . . por qué soy más fiel de lo que me proponía ser?

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El reloj dio la medianoche y como si el joven se hubiese despertado de un largo sueño, o como si hubiese sido liberado de un encantamiento, se puso de pie repentinamente y se dirigió hacia el camión. Tenía ante sí un largo viaje para poder regresar al lugar en medio del bosque donde su pelotón lo esperaba. Dio una última mirada a las líneas góticas de Notre Dame, algo desdibujadas en la noche brumosa, y dijo adiós a su muy amada.



“Ninfa, en tus plegarias, acuérdate de mis pecados” - recitó y encendió el motor.

Después de un rato el camión desapareció en la niebla, el hombre dentro de él ignoraba que estaba a punto de conocer a un nuevo actor que jugaría un papel importante en su vida a su retorno al campamento.

3 comentarios:

  1. waooo....escribiste muy bien las líneas de Terry,lo hiciste tan apasionadamente,que pude sentir el dolor de aquel muchacho cuyos celos lo cegaban de ver la realidad o por lo menos desconocerlo,pues todo lo que en su mente pasaba,era totalmente errónea...ya que a la mujer que tanto amaba,lo amaba tanto,que sin palabras que no pudo decir,su amado se aleja lejos de ella...y asi otra vez mas se separan...ME GUSTO MUCHO LO QUE ESCRIBES....EHHHHH......SIGUE ASI!!! te adimro ehh....leeré todo hasta el final

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  2. <fabuloso, escribes muy bien felicidades ya he leido tu historia varias veces y no me cansa siempre encuentro algo diferente, simplemente me encanta gracias por escribir con ese sentimiento.

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